Salman Rushdie

Entrevista: El País semanal

Año: 1999

 

 

 

Entrevistas Texto:

    John Carlin Fotografía: Marcel-Lí Sáenz El guardaespaldas de Rushdie El mensaje era claro, pero misterioso. Una mujer –que afirmó estar en Barcelona y que dijo que su nombre era Nuria– llamaba para decir que Salman Rushdie, el novelista más buscado del mundo, había invitado a El País Semanal y otros destacados periódicos europeos a pasar el fin de semana con él en un lugar de Estados Unidos. Lo que tiene que hacer, dijo “Nuria”, es volar a Nueva York. El viernes anterior a la cita llame a cierto número de teléfono. Asegúrese de llamar entre las nueve y las doce de la mañana. Pida que le pongan con una mujer china llamada Jin Auh. Ella le indicará qué hacer a continuación. Fin del mensaje. En una demostración de esa fe ciega de la que sin duda carece el pecador Rushdie, seguimos las instrucciones al pie de la letra. A las 10.17 del viernes en cuestión (hora de Nueva York), una mujer que respondía al nombre de Jin Auh contestó al teléfono. Con un acento estadounidense sospechosamente impecable, pidió de forma cortante que le diera un número de fax. “Dentro de media hora recibirá las instrucciones”, explicó. “Hemos reservado un hotel para usted y su fotógrafo. Le sugiero que alquile un coche”. El punto de reunión con el enemigo público número uno del islam radical era un lugar llamado Bard College, a dos horas al norte de Nueva York, a orillas del río Hudson. Con el fax llegó un mapa detallado. Se nos ordenaba que estuviéramos allí el sábado a las diez de la mañana. El contacto sería un hombre llamado Mark Promoff. Puntual, el modesto Pontiac alquilado para la ocasión atravesó a las diez de la mañana las verjas de Bard y entró en un campus arbolado, salpicado de edificios universitarios en el estilo gris del falso Oxford. Curiosamente, no se veía a ningún estudiante. Pero sí estaba Primoff, un hombre pulcro de edad indefinida, con chaqueta y corbata, teléfono móvil en la mano, que se presentó como “director de comunicaciones” de Bard. Ya había llegado un periodista de Alemania. Enseguida aparecieron un italiano, un húngaro, un griego, un portugués y un sueco. Primoff, que explicó que Bard es una universidad especializada en humanidades, con gran reputación por sus programas de teatro y literatura inglesa, anunció que Rushdie llegaría a las 10.30 para presidir una mesa redonda sobre su última novela, The ground beneath her feet (El suelo bajo sus pies). Los periodistas, una docena en total, se sentaron en torno a una mesa cuadrada, y a las 10.30 exactamente entró Rushdie acompañado de un hombre con el cabello al estilo de Bee thoven, que se identificó como catedrático de literatura. La nariz de Rushdie no es tan grande como podrían imaginar los lectores de su novela semiautobiográfica Hijos de la medianoche (la nariz del protagonista, del tamaño de un pepino, es la imagen alrededor de la cual se desarrolla la historia). Sus párpados están menos caídos que en fotografías de hace tiempo; resulta que acaba de someterse a cirugía plástica. Es de mediana estatura, mediano tamaño, mediana edad –51 años, para ser exactos–, tiene la barba gris, está medio calvo, pálido y un poco desastrado, como corresponde a un artista de la palabra escrita. Parece relajado. Al menos tan relajado como puede estarlo una persona cuando se enfrenta a un grupo de periodistas extranjeros desconocidos. (Su media sonrisa y su forma de dar los buenos días con la cabeza indican un pequeño atisbo de precaución). En una puerta abierta se encuentra un hombre de espalda recta y chaqueta azul que le observa a él, pero sobre todo vigila a los periodistas. No parece universitario, parece un hombre de negocios típicamente estadounidense. Lleva un maletín que sujeta con firmeza con ambas manos sobre su estómago. El maletín parece más pesado de lo normal. Este hombre es el guardaespaldas de Rushdie. Su presencia es un recordatorio de que la vida de Rushdie sigue siendo más provisional que la de la mayoría. En cualquier momento podría sufrir una muerte violenta. Es verdad que el pasado mes de septiembre, en Naciones Unidas, Irán levantó la fatwa lanzada sobre Rushdie hace 10 años por el ayatolá Jomeini, en castigo por las “blasfemias” contra el islam contenidas en la novela Versos satánicos. Es verdad que Mohamed Jatamí, jefe del Gobierno iraní, ha retirado la recompensa de 2,5 millones de dólares por la cabeza de Rushdie y ha declarado que el caso estaba “totalmente cerrado”. Pero los religiosos fundamentalistas han respondido que una fatwa es irrevocable, y una fundación iraní, independiente del Gobierno, ha prometido premiar a quien asesine a Rushdie con la misma suma de 2,5 millones de dólares. Por consiguiente, Rushdie, que vive bajo la protección permanente de Scotland Yard cuando está en su casa, en el Reino Unido, sigue preocupado. No obstante, hace claros esfuerzos para crear una ficción de normalidad en su vida, y, por consiguiente, el profesor Beethoven no inicia la mesa redonda con alusiones a su extraordinaria situación, sino con comentarios sobre la audacia con la que Rushdie ha fundido el mito de Orfeo con el mundo del rock and roll contemporáneo en El suelo bajo sus pies. La combinación de la mitología griega, india y azteca con una historia de amor trágico –protagonizada por un músico que es una mezcla de Elvis, Dylan y Lennon y una superestrella del rock en la que se unen Madonna, Tina Turner y la princesa Diana– evoca recuerdos del Ulises de Joyce, según dice el profesor, en una referencia a la que Rushdie considera la mejor novela de todos los tiempos.

“Lo que nos dice el mito de Orfeo”, explica Rushdie con énfasis, desafiante, “es que uno puede matar al cantante, pero no la canción”. Sin embargo, los periodistas, uno de los cuales confiesa (con asombrosa sinceridad) que no ha leído el libro, están menos interesados por Orfeo que por las especiales circunstancias que han convertido a Rushdie en el más célebre novelista vivo. ¿Hasta qué punto ha influido la espada de Damocles que pende constantemente sobre su cabeza en la elaboración de la novela?

“Tuve mucho miedo mientras escribía este libro, porque pretendía abarcar mucho y no estaba seguro de poder hacerlo”, replica Rushdie. “Caí muchas veces en un estado de pánico y depresión provocado por las exigencias que me planteaba, mucho mayores que todo lo que había escrito anteriormente. El otro asunto ocupaba un rincón aparte en mi cabeza”. Rushdie, que nació en una familia musulmana de Bombay en 1947, pero que se trasladó al Reino Unido cuando tenía 14 años, habla sin trazas de acento indio, en los tonos comedidos y refinados de un inglés educado en la famosa escuela privada de Rugby y la Universidad de Cambridge. ¿A qué tipo de exigencias se refiere? “Me propuse un auténtico desafío. En primer lugar, la novela se basa en la absurda idea de que las dos estrellas de rock más famosas del mundo son indias. Pero además discurre en el ámbito más amplio que jamás he utilizado, y se basa en sentimientos muy dolorosos y profundamente arraigados en mi interior. Desde el punto de vista geográfico, la novela abarca cuatro continentes, va desde la India hasta Inglaterra, Estados Unidos y México. Desde el punto de vista histórico, comienza con el Imperio Británico y termina con el imperio norteamericano. Y nace de aspectos muy dolorosos de mi vida, relacionados con la sensación de pérdida y la desorientación, mi propia sensación de desarraigo en los 10 últimos años”.

Rushdie se acaricia la barba con una suave mano de mujer, de color marfil. “La novela llega a la conclusión de que el amor es el único valor sobre el que se puede construir algo sólido. Todo esto deriva de los rincones más íntimos de mi mente, y tenía que asegurarme de que no fuera un exabrupto, sino que saliera transformado en arte”. La India y el Reino Unido son países que ya habían recorrido los personajes de las novelas anteriores de Rushdie, pero hasta ahora nunca se habían aventurado en Estados Unidos, ni mucho menos en México, donde un terremoto –que en la novela ocurre en la misma fecha en la que Jomeini anunció la fatwa en la vida real, el día de San Valentín de 1989– proporciona el núcleo dramático y metafórico a la obra. Si el arte de Rushdie imita la vida, esta última novela tiene la peculiaridad de que ha dado pie a un reflejo en otra forma artística, la música. El grupo de rock U2 ha puesto música a la letra de una canción escrita por Rushdie para su protagonista, Orfeo / Elvis. “Conozco a los componentes de U2 desde hace siete u ocho años”, explica Rushdie, que sabe mucho de una increíble variedad de cosas. “Bono me invitó a subir al escenario cuando cantaron en el estadio de Wembley en 1993. Fueron mis cinco minutos de estrellato. Le envié el manuscrito del libro, y dos semanas después había escrito la melodía para mi canción ficticia. Fui a Dublín a oírla y me encantó. Creo que el CD sale a la venta en septiembre”. Rushdie está entusiasmado con el proyecto, le gusta la idea de trascender lo que llama su “oscura fama” y compartir parte de la magia de la celebridad que atribuye a los protagonistas de su novela. “Uno de los temas de mi libro”, afirma, “es ese perverso impulso religioso que se manifiesta en la veneración por las estrellas del rock. El culto a la fama llena el vacío dejado por la muerte de Dios”. –Éste es el tipo de frases por el que empezó a tener problemas con los ayatolás. ¿Sigue mostrándose tan desafiante, en parte, porque cree que, desde la declaración de Irán en la ONU el año pasado, la amenaza de la fatwa ha desaparecido? –No, no. Quise creer que lo que pasó en la ONU entre los Gobiernos británico e iraní era el final de la historia. Pero enseguida vi con claridad que no era tan sencillo.

En Irán siguen existiendo facciones –el poder está muy fragmentado– que no están de acuerdo con ese trato. –¿Espera que el peligro surja de fanáticos aislados? –En 10 años no ha habido indicios de nada parecido. Todas las amenazas descubiertas contra mí, y ha habido varias, han sido directamente atribuibles a los servicios iraníes de espionaje, sus agentes y personas contratadas. El asesinato del traductor japonés de mis obras fue un trabajo profesional del régimen iraní. Pero, recientemente, Jatamí ha obligado al jefe de los servicios secretos iraníes a dimitir. De forma que ahora el peligro no puede venir de ese departamento. Según me dicen, es un gran avance. –Entonces, ¿en qué consiste ahora la amenaza? –En grupos paranoicos que no responden ante el Gobierno de Jatamí, sino ante los líderes religiosos. Pero la tensión se ha aliviado un poco. Hace tres años vine aquí a recibir un doctorado, y había mucha más policía y todo eso. La prensa tuvo que venir con dos horas de antelación, dejar que comprobaran todos sus equipos y llegar hasta mí en una camioneta de policía. Ahora hay mucho menos ambiente de intriga y misterio. Así que, ¿qué va a hacer uno? Pues se cubre las espaldas, pero sigue adelante. Si alguien intenta callarme, canto más alto, canto mejor. Soy escritor. Quiero sentarme en los bares, caminar por las calles, oír el ruido del mundo. Un aula de seminarios vacía, convertida en comedor para el almuerzo que sigue a la mesa redonda, no es precisamente el lugar para sentarse a oír el ruido del mundo. Pero la pizca de aprensión que sentía Rushdie ante un fin de semana en compañía de varios periodistas se ha desvanecido en risas y sonrisas. Sentado y relajado, la conversación del autor británico pasa con naturalidad a una pasión común, muy alejada de Orfeo y los ayatolás. El fútbol, un tema sobre el que parece saber tanto como sobre Cervantes, Rabelais, Joyce, García Márquez (a quien considera el más importante novelista contemporáneo) y los demás grandes maestros que han inspirado su oeuvre. Cuando llegó al Reino Unido, a los 14 años, su padre le llevó a ver su primer partido de fútbol. Arsenal contra Real Madrid. “El Real estaba en su momento más espléndido. Tenía a Di Stefano, Puskas, Gento. Aplastó al Arsenal, le dejó en ridículo. Pero yo tenía que escoger algún equipo inglés para apoyarlo. Así que busqué el mejor que había por entonces, que era el Tottenham. No sólo era el odiado rival londinense del Arsenal, sino que su camiseta era blanca, como la del Madrid”. La pasión por el Tottenham ha resistido seis novelas, otros muchos escritos y dos divorcios. Es como si el tiempo hubiera hecho aún más profunda su devoción hacia los placeres paganos del fútbol. El Tottenham jugó la final de Copa en el estadio de Wembley en marzo. Rushdie cuenta que no podía conseguir entradas. Recurrió a su inventiva artística y se le ocurrió una idea brillante. Llamó a la revista New Yorker para preguntar si podía escribir un artículo para ellos sobre el deporte más popular del mundo y el hecho de que no logre asentarse en Estados Unidos. El New Yorker aceptó. Y también consintió en conseguirle un pase de prensa para la final de Wembley. “Fue fabuloso. ¡Ganamos! Uno a cero, con un gol en el último minuto”. Un gol bastante ramplón, en realidad, que Rushdie describe de forma muy vívida, como a cámara lenta y con el máximo detalle. A la mañana siguiente, Rushdie llega a Bard College (que ahora ya resulta identificable como tal y no parece un decorado ficticio, gracias a la aparición de varios estudiantes peinados con unas colas de caballo que denotan aspiración artística). Viene en un gran BMW. Conduce el guardaespaldas, de nuevo con su chaqueta azul de reglamento. Rushdie está en el asiento trasero. El guardaespaldas sale primero y mira a su alrededor con ojos recelosos, expertos y profesionales. Rushdie sale del coche vestido con un grueso abrigo azul que ha comprado, según confiesa, en los almacenes más pijos de Nueva York, Barney’s. Siente que se avecina una gripe, y dado que el lanzamiento del libro en Estados Unidos y todo el mundo significa dos meses de ajetreada labor de promoción (incluyendo una visita a España), tiene que cuidarse. Esta mañana, la agenda comprende una cita privada con El País Semanal. Pero ésa no es la principal razón por la que sería lógico que tuviera un aspecto más ansioso del que presenta, sino el hecho de que es el segundo día que pasa en un mismo sitio. Muy bien podría haberse extendido la información sobre dónde se encuentra. Si le está buscando alguien (recuérdese la bomba del World Trade Centre de Nueva York, hace unos años), puede saber dónde encontrarle. Sin embargo, Rushdie parece incluso más relajado que la víspera, y no muestra ningún indicio de la mirada asustada que podría esperarse de un hombre cuya sentencia de muerte no ha expirado aún, y quizá nunca lo haga. Se sienta en la mesa donde hablamos de fútbol el día anterior, y empieza la entrevista. –Hace tiempo describió usted la experiencia de la fatwa como una “úlcera” o “una lanza que se remueve lentamente en el estómago”. ¿Cómo la caracterizaría en este momento? –Hago todo lo posible para no hacer de ella un factor en mi vida diaria, para seguir adelante. Intento ignorarla. Es verdad que reaparece todo el tiempo y que siguen arrojándome flechas y venablos desde Irán. En el sentido más elemental, es terrible que haya unas personas que golpean constantemente tu integridad, tu personalidad. Es como si desearan hacer creer a la gente que no soy una persona respetable. No resulta agradable, pero es mejor que ser asesinado [suelta una risita irónica]. Me esfuerzo para superarlo, y me frustra el hecho de que no pueda ser así. Pero, en cuanto a mis intestinos, se han fortalecido. Ya no tengo aquellos dolores. Porque, aunque quizá sea un optimismo ridículo, una de las razones por las que creo que la situación es mejor de lo que parece es que los iraníes saben –así han venido a decirlo– que la credibilidad de su Gobierno depende de que el trato se respete. Desde luego, eso es lo que me explica el Gobierno británico: que tanto para el presidente como para el ministro de Asuntos Exteriores iraníes sería una catástrofe y una humillación inmensas que me ocurriera algo. –¿Quiere decir que al Gobierno iraní, ahora, le interesa mantenerle con vida? –Mantenerme con vida, sí, creo que sí. Ésa es mi opinión. Porque se han comprometido firmemente a ello en el escenario más público de todos, la Asamblea General de Naciones Unidas. Si no cumplen ese compromiso, ¿quién va a confiar en ninguna de sus promesas? Me parece que eso me da motivos para sentir cierto optimismo. –¿Estos 10 años han influido en sus ideas? ¿La experiencia de la fatwa ha alterado su concepción del mundo, del mundo político? –Creo que sí [asiente enérgicamente]. Me parece que las personas de izquierdas so lían tener una visión más simplista del mundo, y en mi caso se ha hecho más compleja. Pero creo que le ha pasado lo mismo a toda la gente que conozco. Por ejemplo, esta confusión acerca del problema de la intervención que ha suscitado la crisis de los Balcanes. No intervienen en Sarajevo, y les criticamos por ello; intervienen en Kosovo, y les criticamos también. Y es una confusión que alcanza a la izquierda. –¿Se refiere, sobre todo, a lo que piensa la izquierda de las acciones de Estados Unidos? –Sí, de la misma forma que se producen paralelamente las críticas contra la hegemonía cultural de los norteamericanos. En parte son una hipocresía. Somos nosotros quienes tenemos la facultad de no comprar big Mac, zapatos de Nike, ropas de Gap. Si queremos, podemos rechazar la cultura estadounidense. Como consumidores, está en nuestro poder el hacerlo. Sin embargo, cuando actuamos como consumidores corremos hacia ella, y cuando asumimos el papel de críticos culturales decimos que es terrible. Existe un grado de hipocresía que es preciso examinar atentamente. –Habla de la izquierda en general. ¿Pero qué enseñanzas ha extraído usted de esta horrible y extraordinaria situación en la que se encuentra? –Uno de los aspectos que ha cambiado es, hablando con franqueza, mi actitud hacia la policía, mi relación con ella. Nunca había estado especialmente de acuerdo con lo que hacían las fuerzas del orden. Pero lo que ha ocurrido a lo largo de estos años es muy, muy interesante. Por supuesto, he aprendido muchas más cosas sobre los cuerpos especiales de seguridad del Estado, comprendo mucho mejor las cosas que hacen y simpatizo más con algunas de ellas. Mi opinión sobre el terrorismo, por ejemplo, es mucho más personal; así que cuestiones a las que antes podía oponerme, como la cláusula británica que permite la detención de sospechosos, ahora no me parecen objetables. Sé que esas leyes se crearon, ante todo, para combatir al IRA, pero resultan útiles en otros contextos, y me da la impresión de que, en un futuro próximo, las actividades de contraterrorismo van a centrarse cada vez menos en los irlandeses y más en terroristas de otras partes del mundo. Por supuesto, ahora defendería la ley británica para la prevención del terrorismo, mientras que antes seguramente la habría atacado. –Es decir, ¿ahora es menos purista en cuestiones como la restricción de los derechos civiles? Siempre he pertenecido a grupos de defensa de los derechos civiles, pero creo que el caso concreto del terrorismo internacional es un problema al que, como no interfiere demasiado en la vida diaria de la gente, es fácil quitarle importancia. Cuando en realidad –ahora que sé más de ello– es importante. Es una cosa omnipresente. Un problema que crece. He ido entendiendo estas cosas y eso ha modificado mis ideas políticas. Resulta interesante, por ejemplo, observar a laboristas a los que conozco desde antes de que entraran en el Gobierno. Conocía a Blair antes de que fuera ministro, y a Jack Straw, y a Robin Cook, y a otros. En mi opinión, cuando una persona tiene acceso a toda la información de la que dispone el Gobierno, sus opiniones cambian. De repente se da cuenta de que el mundo es real. Ahora yo también dispongo de datos. He recibido una educación sobre lo que ocurre en la realidad. Y para mantener y conservar todo lo que valoramos es precisa esa protección, necesitamos a esos protectores. –En El suelo bajo sus pies, Estados Unidos aparece por primera vez en su literatura. Antes hablaba de una paradoja, relacionada con la hegemonía cultural, que resulta difícil de resolver. ¿Tiene alguna respuesta para lo que antes denominó la confusión de la izquierda? –Para empezar, tengo que decir que, a diferencia de otras personas de izquierdas, me gusta Estados Unidos, me gustan sus manifestaciones. Para responder a su pregunta, mi opinión es que la cultura es más difícil de destruir de lo que la gente piensa. Es posible que en la actualidad haya todo tipo de cadenas estadounidenses de ropa y comida en los centros de casi todas las ciudades, pero cuando voy a Barcelona, cuando voy a Madrid, la vida española real no parece especialmente perturbada por ello. El carácter español de España no ha cambiado, el carácter francés de Francia no ha cambiado, el carácter inglés de Inglaterra no ha cambiado. Lo que ocurre es que la gente adopta lo que quiere y deja el resto; tiene hacia la cultura una actitud de escoger y mezclar que para mí siempre ha sido natural, y que, me parece, comienza a asumir todo el mundo. –Entonces, los que dicen en España, Francia o Inglaterra que la cultura norteamericana está apoderándose de todo, ¿se toman la supuesta amenaza demasiado en serio? –Creo que hay algunos aspectos en los que tienen razón. Por ejemplo, pensemos en el cine. En mi opinión, el momento culminante en la historia del cine sonoro se produjo, no por casualidad, justo en el periodo durante el que Estados Unidos perdió brevemente el control. La época que va de finales de los cincuenta a mitad de los setenta, más o menos. De pronto, el cine de Holly wood perdió el dominio internacional, y, como consecuencia, tenemos la nouvelle vague francesa, una explosión de películas, Buñuel, Fellini, Visconti… Miremos hacia donde miremos, Bergman, Truffaut, Kurosawa…; una explosión repentina de genio cinematográfico como nunca se había producido en el cine sonoro. Entonces, a mitad de los setenta, Hollywood recupera el control, domina de nuevo las riendas, y no ha vuelto a soltarlas desde entonces, y el cine ha vuelto a ser entretenimiento, espectáculo; ya sabe, capitalismo. –¿Qué ocurre con el cine independiente? ¿No ha sobrevivido nada? –Sí, existe un cine independiente, y de vez en cuando hay buenas películas; a veces también hay buenas películas procedentes de Hollywood. Pero la emoción del cine como forma artística –que era una expresión del carácter francés de Francia, el carácter italiano de Italia o el carácter español de España (aunque a los españoles, por supuesto, les perturbara Buñuel, que es ni más ni menos que el mayor genio que han tenido)– es un sentimiento que ha desaparecido. Creo que, si fuera andando por los Campos Elí seos y viera que todas las salas de cine son propiedad de un estudio de Hollywood, que en la mayoría de las pantallas se proyectan películas norteamericanas y que es muy difícil estrenar películas francesas, me sentiría molesto y furioso, sin duda. Es decir, es cierto que en algunas áreas existen problemas, pero, en general, me parece que unas culturas seguras de sí mismas –como considero que son las grandes culturas europeas– son muy capaces de sobrevivir a esta situación. Su corazón permanece intacto. No veo ninguna transformación seria en lo que me gusta de esos países. Me encanta ir a España. Voy desde hace 30 años, y las cualidades que hacen que desee volver no han cambiado en absoluto. –¿Qué aspectos de Estados Unidos le hacen fundamentalmente distinto de Europa, de la India, del resto del mundo? En primer lugar, hay una extraña sensación de carencia de historia, que debería empezar a desvanecerse porque ya tienen una historia de 200 años. Sin embargo, tienen ese sentimiento de que el pasado se va destruyendo a sí mismo a medida que se aleja, esa sensación de vivir el momento, tan tremendamente distinto a la cultura europea, tan distinto a la cultura india. En la India, a veces, parece que el pasado pesa demasiado, como si hubiera que librarse de él. Es la misma impresión que siento ante el problema irlandés. Me encuentro con gente que habla de lo que ocurrió en el siglo XIV, y pienso que ya está bien, eso fue hace 600 o 700 años, deberíamos poder deshacernos del pasado. El problema de las viejas culturas, los países con historia, es que el pasado puede ser, en ocasiones, una carga demasiado pesada, mientras que en Estados Unidos no pesa lo suficiente. Como es natural, la consecuencia de esa ligereza, de esa falta de peso, es una mayor sensación de que todo es posible; ése es su lado creativo, dinámico y agresivo, que no tiene el lastre de pensar que una cosa es imposible… La impresión general que da el país es que mira hacia adelante, nunca hacia atrás, y eso tiene ventajas e inconvenientes. –Ha mencionado su amor por España, aparentemente uno de los países que ha incluido y absorbido en su método de “escoger y mezclar” entre las culturas, hasta el punto de incorporarlo a una de sus novelas, El último suspiro del moro… Fui a España por primera vez cuando estaba en la universidad. Debía de tener alrededor de 18 años. Fui con tres amigos de la facultad. No tenía ni idea de lo que me esperaba. Fuimos en tren desde Inglaterra, llegamos a Madrid, y seguimos, más o menos, hacia el Sur, cogiendo trenes y autobuses. Y me enamoré. Llegamos a Granada y encontramos esa cosa tan peculiar, situada sobre una colina, y pensé: “¿Qué hace eso aquí?”. Ese edificio parecía estar en un lugar que no le correspondía, y desde entonces siempre he sentido que tenía una relación personal con ese sitio. –¿Quiere decir que el pasado árabe de España encaja de alguna forma con la parte musulmana de su mezcolanza cultural? –En cierto modo, viene de muy atrás. Mi padre escogió el apellido Rushdie porque era el nombre de un filósofo hispano-árabe de la baja Edad Media al que admiraba, un disidente de la ortodoxia islámica de su época. Pero, aparte de ese dato, es verdad que la cultura mediterránea tiene muchas semejanzas con la cultura de la India. Quizá se trate de algo relacionado con la cultura de los países cálidos, es posible que el calor plantee ciertas exigencias. Dicta la velocidad a la que transcurre la vida; exige ese periodo de relajo en las horas de más calor del día; se cena más tarde porque refresca más tarde. Las relaciones sociales son muy informales, en el sentido de que las personas se visitan sin previo aviso; pero, al mismo tiempo, las normas de los cultos religiosos, sean del catolicismo o de las religiones indias, producen unas sociedades formalizadas y, hasta cierto punto, cerradas. En España he descubierto muchos ecos de cosas que ya conocía, y, por supuesto, Andalucía me fascina especialmente por su pasado árabe, y he vuelto una y otra vez. Mi hijo está aprendiendo español, estudia idiomas en la universidad, y creo que yo debería hacer lo mismo. Soy capaz de leerlo, puedo leer EL PAÍS y comprender lo que dice. Si una persona habla más o menos con claridad, puedo entender gran parte de lo que me dice, pero no tengo la confianza suficiente para hablar. Todavía no. El guardaespaldas de Rushdie El guardaespaldas de Rushdie, el que se encarga siempre de él cuando visita Estados Unidos, desde hace seis años, posee un historial formidable. Jerome Glazebrook sirvió en las fuerzas especiales de la Infantería de Marina estadounidense antes de ser nombrado jefe de seguridad del embajador norteamericano en Vietnam del Sur durante los cinco últimos años de la guerra indochina, que terminó en fracaso para Estados Unidos. Glazebrook, que prefiere que le llamen Jerry, abandonó Saigón en helicóptero desde el tejado de la embajada. Decidió dejar el servicio público y aprovechar su experiencia en el sector privado. Durante siete años en total, con intervalos, fue guardaespaldas de Henry Kissinger. En 1994, Kissinger y el británico lord Carrington llevaron a cabo una misión especialmente delicada en Suráfrica: intentar convencer a la extrema derecha para que no bañara las primeras elecciones democráticas de aquel país en sangre; Glazebrook fue el hombre elegido para ocuparse de la seguridad de ambas eminencias internacionales. Cuando no se ocupa de mantener con vida a Kissinger, Carrington o Rushdie, Glazebrook ha dedicado parte de su tiempo a participar en operaciones poco claras con grupos de fuerzas especiales en diversas guerras africanas, sobre todo Angola, Mozambique y el país antiguamente denominado Rodesia, ahora Zimbabue. Su cargo oficial en la actualidad es el de presidente en América de una empresa mundial de seguridad personal llamada Renful, con sede en Hong Kong. Es difícil no imaginar que, en otra época, Rushdie habría sentido profundo desagrado político hacia Glazebrook. La cómoda relación que el escritor parece tener con su protector norteamericano, aparentemente libre de reparos políticos, da idea de hasta qué punto ha cambiado su visión del mundo o cómo la dura realidad ha alterado sus prioridades.

EL PAÍS Semanal 

9-05-99